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Las riquezas de Dios

Hace algunos años vino a este país un joven muy pobre. Encontró un trabajo en las tierras madereras de Wisconsin. Siendo industrioso, gradualmente acumuló algunos acres de madera propios. Pronto comenzó a prosperar y, después de unos años, invirtió en una industria maderera. No pasó mucho tiempo hasta que fue dueño de más de un molino. Esto lo llevó a expandirse al norte de Wisconsin y Minnesota. En poco tiempo se hizo muy rico, invirtió en acres madereros en el extremo noroeste y, finalmente, se hizo dueño de tierras valiosas por miles de acres, la madera más fina del país. En el momento de su muerte, ni él ni sus familiares ni amigos sabían cuánto valía económicamente, tan rico se había vuelto.

Sin embargo, cuando llegó el momento de su muerte, no pudo llevar consigo ni un centavo de sus riquezas, porque como I Tim. 6:7 dice: “Nada trajimos a este mundo, y es cierto que nada podremos sacar”.

Parece difícil para la mayoría de los hombres aprender que “la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lucas 12:15). Cierran sus oídos a las palabras de sabiduría pronunciadas por nuestro Señor:

“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde los ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan” (Mateo 6:19, 20).

Las riquezas más verdaderas y duraderas de todas se mencionan en II Cor. 8:9 donde el Apóstol Pablo dice:

“Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, por amor a vosotros se hizo pobre, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”.

Y estas riquezas se pueden obtener por la fe, aceptándolas como un regalo, porque “el regalo de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:23).